Al alba, a la adormidera pura de los geómetras del sueño, los
carboneros y los que transportan tinajas bajaban a las
calles desde las aldeas del bosque, repartían sustancias
como el calor y la leche, y yo los escuchaba, yo los
escuchaba pasar hasta perderse hasta olvidarse, más allá
de mí mismo, más allá del humo de los trenes y las
montañas nevadas.
Aves del amanecer, potros del alba. Gente de la ciudad a cuyas
puertas, tirsos y vapor de caravanas, tañe su juventud la
primavera. Los que amansan caballos, hombres cuyo
oficio es la madrugada, pescadores de batracios en las
charcas umbrías de la aurora y los que curten blancas
pieles de cabra bajo la jauría de las estrellas.
Multitud de los valles sembrados de cilantro, multitud azul
de la tristeza, muchachas de las cabañas que recolectáis
especias, manos enternecidas por la siringa y los pájaros.
Vosotros cuyo silencio no conoce la duración del olvido,
timbradores de címbalos, carpinteros de cancelas para
los animales en celo, lejanas mujeres de los casares que
alimentáis ocas las tardes de lluvia
Esta es la hora de los ancianos alrededor de una fuente, losa
de la cavilación y la antigüedad del anochecer. Ciudad de
los que juegan a las tabas bajo los árboles, consentidos
aduladores del meteoro y la botánica, musicantes
silvestres.
Mi corazón os ha oído, mi corazón largamente ha escuchado
el silbo de los astros y al urogallo del bosque. Voces de
la diversidad y la astucia junto a la lonja reverdecida
por la albahaca de mayo. Voz de los gramáticos y voz
de las viudas ante las jaulas de mimbre, exclamación
del silencio en los atrios de la serenidad y exclamación de
las bestias bajo los puentes ante las herramientas de filo.
Día afligido por un pensamiento cuya sombra no existe. Día
nombrado por la prudencia de quien descifra el telégrafo,
de quien blanquea un asilo o azoga la soledad de la
muerte en la humedad de una fonda.
Concurrencia agreste que acude a mi alma, gente de la colina,
gente de las afueras que comerciáis en la plaza, el que
machaca romero sobre una piedra de sílice y el que
enjambra colmenas entre las matas de urces. País de los
trenzadores de banastas, país de los melodistas de
armónicas y vendedores de cebos en la extensión de la
niebla.
Extranjeros guiados por el aliento de la muerte, constructores
de estatuas y maestros de esquila bajo la curva de los soportales.
Muchachos de aldea, muchachos cuya memoria es veloz
como el rayo y se desvanece y no alumbra. Jóvenes de una
orilla del río, cuerpos de la alameda con una hoz y una
azada bajo el aullido de las estrellas. Ebrios adolescentes
en el fervor del agua, los solitarios bajo la sombra de
los viejos puentes de madera y los que al atardecer
contempláis con delicia el jaspe mojado de la melancolía
y los sueños.
Hablad de este día, decid de qué perlada víspera de nieve
llegáis a mi boca, día de las mujeres fértiles junto a las
viñas, día de los dóciles, de los que tallan báculos y de
los tintoreros de género.
Gente del río, escamadores de peces, los que engarzan la pluma
vívida de los anzuelos y los que sois transparentes como
una boya de vidrio en la adivinación de los vientos, gente
del estero y los vados, aguadores del amanecer que
entonáis en el prado la romanza furtiva de los que saetean
alondras.
Tierra que cantas debajo de la tierra. Tierra elegida por los
bebedores de vino que trazaron la línea del horizonte
y los mapas. Los que encendieron hogueras, el pastor
de relámpagos y los acopiadores de bayas, tribu del
anochecer, resplandor de los dioses sobre las colinas
de hierba. Tierras del alba, frontera de los pulsadores de
cítara, pueblo cuya soledad es dulce en el sonido de mi
corazón.
País de la semilla, país de la ribera donde balan las corzas.
Habitantes del valle, gentes del oeste atravesando la
niebla. Este es el lugar donde la vida, este es el lugar
donde la muerte, ferreteros y sastres, bailinistas cuya
felicidad es útil en la celebración, el que construye un
palomar y quien se inclina ante el fuego.
Virtud de las básculas en los establecimientos del jueves,
virtud de las artesas con sal, aroma de las droguerías.
Gente que transcurre en la plaza, el señalado del alba, el
campanero, los que hornean hogazas y el linotipista de
esquelas.
Humo y silencio de los dialectos del monte. Esa mujer que
está sola. El estambre de lana y la parra del pozo. El
pensamiento de esa mujer que fue joven y soñó con
el mar y ha envejecido. La habitación de sombra, la oscura
que está ahí como leña cortada, como el agua profunda
mientras sufren las norias, mientras cruzan los pájaros
hacia las ínsulas ardientes del otoño, los pájaros morados
del olvido, las aves del ciprés, los mirlos muertos, los
pájaros egipcios de la noche, los pájaros sagrados del
incesto.
Hace ya mucho tiempo que han ardido los bosques, hace ya
mucho tiempo que en los establos de heno la soledad
aventa los vilanos del cardo.
Valle sin misericordia, lo palidecido en las hojas de los robledales
eternos y las voces heladas del druida.
Juan Carlos Mestre: Antífona del otoño en el Valle del Bierzo (1986)
Versións:
Juan Carlos Mestre: Al alba; Antífona del otoño en el Valle del Bierzo; 2004; Pista 5

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