Sobre la cabeza oscura
el bien peinado copete
pone un gracioso bonete
que realza su figura.
Blanca golilla asegura
rodeando el cuello robusto,
claro el chaleco y muy justo,
un ponchito gris canela
—se le imagina la espuela—
y un tranquito que da gusto.
Sencillo y feliz habita
siempre en un cardo, su amigo,
en donde pone al abrigo
su bien mullida casita;
y sobre una flor marchita
vibra su acento dolido,
y así, del cardo elegido,
pone arriba su canción,
y debajo, al corazón,
lo deja en forma de nido.
Suele a las casas llegar
—por amistad y provecho—
donde se lo ve en acecho
con su trote singular.
En el patio familiar
hurga las sobras de un plato,
pica un pollo, enfrenta un pato,
o esquiva con revuelo
el cascote de un pilluelo
o la embestida de un gato.
Eres el alma del campo
—de nuestro campo querido—
su corazón es tu nido
y su voz más fiel, tu canto;
llora el rocío en tu llanto
cuando abre fría la aurora,
la tarde muriente llora
y solloza en tu garganta,
y hasta el plenilunio canta
en tu canción seductora.
Chingolo: cómo expresar
toda la inmensa ternura
que me inspira tu figura
de pájaro popular...
Cómo podría olvidar
tus ingenuas melodías,
allá, en mis primeros días,
si a tu nombre se levanta
toda mi niñez... y canta
como tú mismo lo harías.
Tu nombre dice fragancia
de trébol, cardo y gramilla,
y guarda tu voz sencilla
todo el sabor de la infancia;
por eso que, a la distancia,
chingolo, alguna vez cuando
como un adiós dulce y blando
llega hasta mi tu canción,
la recoge el corazón...
y la guarda suspirando.
Juan Burghi: Pájaros nuestros (1942)
Versións:
Amalia de la Vega: El chingolo; Poetas nativistas orientales; 1982; Lado 2, Corte5
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