Con las palabras
no se puede hacer otra cosa que palabras,
decía el Faraón,
mirando a los esclavos construir las pirámides;
en tanto sus Escribas repetían, es cierto
y anotaban lagartos, culebras, bueyes Apis
y dioses de perfil contra la piedra,
sin advertir que el crimen, ya no era una palabra.
Se demoraron siglos en saber que una de ellas,
cualquiera, la más simple,
contenía huracanes de vida en movimiento.
Entre apagar incendios y reprimir esclavos
acordaron con Roma, palabra por palabra,
defenderse muriendo.
Porque con las palabras se puede hacer de todo,
menos parar el viento.
El César fue matando palabra por palabra,
léxicos de pastores, medias voces, dialectos,
oficios de alfareros, tejedoras pacientes,
labradores aún verdes, pescadores, herreros.
Los arrancó de cuajo y, sin medir palabra,
construyó con su sangre la Babel del Imperio.
Por entonces, hermano, la palabra era pobre,
imperceptible, muda, como el tacto de un ciego;
moneda miserable, andaba entre profetas
alucinada y sola, prudente, compañera,
decía pocas cosas y cuando las decía
la gente la escondía porque tenía miedo.
Pero la antigua noche, madre del perseguido,
partía las palabras como huevos de sueño
desde donde emergía el ¡ay! gremial del grito
de Pedro Pescador y Jesús Carpintero,
ilegales, convictos, extremistas primarios
que le arrimaban leña al incendio del pueblo.
Spartacus sabía que la vida era muerte.
Vivía de matar. Era su oficio.
Dicen que nunca hablaba. Salía de su celda
y toda su estrategia era sobrevivirse.
Hasta que un día un Celta, un Galo, un triste esclavo
le dijo: soy tu prójimo y arrojó el armamento
en medio del delirio del Patricio y el vulgo
y él, se quedó naciendo, con la palabra adentro.
Sucedió el estupor. Las matronas chillaban.
Los áureos Senadores mesaban sus laureles.
El César bajó el dedo pulgar hacia la arena
y era en ese sentido que caía su Imperio.
La rebelión estuvo a las puertas de Roma.
Generales y monjes usaron las palabras.
Pedro ya había muerto. Jesús era leyenda.
Varinia y Spartacus fueron crucificados.
Sobre una piedra muda se construyó la Iglesia
y creció como un pino por encima del árbol,
como buscando el cielo donde por fin serían
los ricos y los pobres una misma-palabra.
De entonces, la palabra es una mariposa.
Para verle lo hermoso no hay que crucificarla.
Rauda en su vuelo, viene del fondo de la historia
hasta que los tiranos entiendan las palabras.
Así es: con las palabras
no se puede hacer otra cosa que palabras.
Pero tengan en cuenta
que a partir de una de ellas:
cualquiera, la más yerma,
la vida toma forma aunque sea un instante
como un helecho, como
una vértebra fósil o un número infinito
sumado y calcinado por las constelaciones
y cuya eternidad debe ser pronunciada.
Buenos Aires, 1977
Armando Tejada Gómez: Los nuevos poemas de Juan (1987)
Versións:
Armando Tejada Gómez: Manual de la palabra; Vigencia; 2005; CD3: Registros inéditos; Pista 14
*[Por razóns de espazo nunha entrada anterior etiquetouse a Armando Tejada Gómez, intérprete, como Tejada. Respectamos a etiqueta actual para evitar duplicidades.]
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