jueves, 16 de mayo de 2019

A la orilla del arroyo

              I            
Una mañana de mayo,
una mañana muy fresca,
entréme por estos valles,
entréme por estas vegas.
Cantaban los pajaritos.
olían las azucenas
eran azules los cielos
y claras las fuentes eran.
           
Junto a un arroyo más claro
que un espejo de Venecia,
hallara una pastorcica,
una pastorcica bella.
           
Azules eran sus ojos,
dorada su cabellera,
sus mejillas como rosas
y sus dientes como perlas.
Quince años no más tendría
y daba placer el verla,
«lavándose las sus manos,
peinándose las sus trenzas.»
             
   
              II            
—Pastorcica de mis ojos,            
admirado la dijera,            
Dios te guarde por hermosa;            
bien te lavas, bien te peinas.            
Aquí te traigo estas flores
cogidas en las pradera;
           
sin ellas estás hermosa
y estaráslo más con ellas.
—No me placen, mancebico,
respondióme la doncella,
           
no me placen, que me bastan
las flores que Dios me diera.
—Quién te dice que las tienes?
Quién te dice que eres bella?
—Me lo dicen los zagales
           
y las fuentes de estas vegas.—
Así habló la pastorcica
entre enojada y risueña,
«lavándose las sus manos,
peinándose las sus trenzas.»
           
   
              III            
—Si no te placen las flores,
vente conmigo siquiera,
y allá, bajo las encinas,
sentadicos en la yerba,
contaréte muchos cuentos,
contaréte cosas buenas.
—Pues eso menos me place,
porque el cura de la aldea
no quiere que con mancebos
vayan al campo doncellas.—
Tal dijo la pastorcica
y no pude convencerla
con estas y otras razones,
con estas y otras promesas.
Partíme desconsolado,
y prorrumpiendo en querellas
lloré por la pastorcica
que sin darme otra respuesta,
siguió a orilla del arroyo
entre enojada y contenta,
«lavándose las sus manos,
peinándose las sus trenzas.»
           
   
              IV            
Entréme por estos valles,
entréme por estas vegas;
mas… ¡mi corazón estaba
muriéndose de tristeza,
que odiosas me eran las flores
y odiosas las fuentes me eran.
Torné junto el arroyuelo
donde a la doncella viera….
El arroyo encontré al punto,
mas no encontré la doncella!
Pasaron días y días,
y hasta semanas enteras,
y yo no paso ninguna
sin que al arroyo no vuelva;
pero ay, que la pastorcica
mis ojos allí no encuentran,
«lavándose las sus manos,
peinándose las sus trenzas.»
           

Antonio Trueba: El libro de los cantares (1852)

Versións:
Bernardo Xosé: Bandolera; Belter 08.377 (single); 1974; Cara B



Manzanita: Hierve mi boca; Dímelo…; 2000; Pista 8

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