jueves, 14 de abril de 2016

Aquí la gente nace, va la vida en las calles

Aquí la gente nace, va la vida en las calles,
a veces llueve y luego sale un niño aromado
a jugar con el oro caliente del verano.
Las muchachas se duermen con la luna en las trenzas
a un tranco de la noche, a un paso del espacio
y los abuelos mueren con la antigua costumbre
de no preguntar nada
y el corazón agrícola navega hacia el silencio
por un río de panes
con el sollozo roto de rumor amarillo,
de abejas sorprendidas sobre la flor del año
sorbiendo los colores genitales del agua
donde el día se vuelve madera y el relámpago
cruza la primavera con las barbas en llamas.


Aquí, junto a este riego de procrear y asirnos
de por vida a la vida con la médula alzada,
cada cosa contiene su raigal carnadura,
su biológica ráfaga
y es fácil ver al tiempo con sólo ver un hombre,
ver un solo camino y saber la distancia,
tocar un solo pecho y encontrar lo que espera
o lo que cada uno quiere ser y no puede
porque hay tramos oscuros por andar todavía,
canciones truncas, sílabas sin cantar y pedazos
de amor abandonado por un olvido extraño
o por la cobardía de quedarnos desnudos
con toda la fe al aire
y entonces descubrimos qué mal vestida ausencia
nos ha puesto nocturna la garganta entusiasta.


Siempre fueron metrópolis, estuvo organizado:
el machete, el cuchillo, la pólvora, el cipayo.
Es una vieja cosa esta trampa del hambre:
la cláusula, el acuerdo, gendarmes, funcionarios.
Siempre los gabinetes, la gula del extraño:
godos, secos ingleses, embajadores yanquis:
arteros dividendos dividiendo la sangre.
Primero fue la tierra, tan simple de trigales
y el maíz aborigen, tan desnudo en los valles;
primero el oro indio del sol asesinado,
el metal puramente a látigo y relámpago.

Esto fue lo primero. La tierra no ha olvidado.
Y siempre las metrópolis atando y separándonos.
Ahora es el petróleo, el rastro del uranio,
el lugar de la muerte, las bases militares.
Por la horca del dólar los pueblos van pasando
y siempre las metrópolis atando y separándonos.

Aquí, en el territorio del hombre casi estambre
donde uno escucha al trópico treparse a las campanas
a veces cae un joven con el velero roto,
tercamente de espaldas cae su sueño náufrago
y luego, mientras sube el día las paredes,
más allá de la tropa ciegamente ordenada,
las ciudades pululan, enronquecen las máquinas,
las madres continúan a pesar del cansancio
y se oye la patrulla por las calles desiertas
trepidar, atisbando las puertas entornadas
y se siente la atmósfera pegajosa y felina
descender sobre el triste continente ocupado,
donde ha caído un joven sobre su última sombra
y una antigua guitarra le recibe el naufragio.


Este suelo y su piel de madera empinada
conoce del crepúsculo por un terrible tacto,
lo ha visto desvestirse junto al mar y los bosques
mientras cruje el oxígeno densamente rasgado,
chapoteando la noche animal de la selva:
largamente desnudo su sexo planetario,
junto a la desolada percusión de la luna
que en medio del silencio baja a lamer los valles,
presa luz del sonido, mojado son del agua,
con su lengua espacial del sigilo sonámbulo.


Este suelo conoce la noche por el tacto:
aquí habita su especie dentro y fuera del hombre;
en estas latitudes de extremoso contacto
donde la luna embiste la vida por los ojos
hasta dar con un niño de mineral atávico
y nos empuja el beso del día carne adentro
con la raíz del clima asida por el tallo.

Aunque en la superficie se quiebre la cintura
y la espalda expoliada transpire de fatiga jornalera
y consuma
el calor que sostiene la estatura ganada
a la exigua quincena de alcohol, pan insumiso;
aunque cancele al hombre la cifra del mercado,
aún existe la noche que reúne el misterio junto al mar,
bajo el bosque de vahos vegetales,
aún existe un mandato de nacimiento en medio
del corazón nativo largamente empuñado
por el canto insurrecto que nos levanta el grito
derramando el gigante del vino por la sangre.

Armando Tejada Gómez: Los compadres del horizonte (1961)

Versións:
Armando Tejada Gómez e Moncho Mieres: Cantoral en su sitio*; Cantoral de mi país al sur; 1966; Cara B, Corte 1



*[O poema aparece intitulado na obra Los compadres del horizonte. O recitativo de Armando Tejada Gómez co acompañamento na guitarra de Moncho Mieres consta de catro estrofas deste longo poema, alterando a súa orde e, recibindo o título de Cantoral en su sitio.]
**[Por razóns de espazo nunha entrada anterior etiquetouse a Armando Tejada Gómez, intérprete, como Tejada. Respectamos a etiqueta anterior para evitar duplicidades.]

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